-Cuando confieso a los jóvenes esposos y me hablan de los hijos, hago siempre una pregunta: «¿Y tú tienes tiempo para jugar con tus hijos?». Y muchas veces escucho del papá: «Pero, padre, yo cuando voy a trabajar por la mañana, ellos duermen, y cuando regreso, a la noche, están en la cama, duermen». ¡Esto no es vida! Es una cruz difícil. No es humano.
-Nuestros niños, nuestros muchachos sufren de orfandad. Los jóvenes están huérfanos de un camino seguro para recorrer, de un maestro de quien fiarse, de ideales que caldeen el corazón, de esperanzas que sostengan el cansancio del vivir cotidiano. Son huérfanos, pero conservan vivo en su corazón el deseo de todo esto. Esta es la sociedad de los huérfanos. Pensemos en esto, es importante. Huérfanos, sin memoria de familia: porque, por ejemplo, los abuelos están lejos, en residencias, no tienen esa presencia, esa memoria de familia; huérfanos, sin afecto de hoy, o un afecto con demasiada prisa: papá está cansando, mamá está cansada, se van a dormir... Y ellos quedan huérfanos. Huérfanos de gratuidad: lo que decía antes, esa gratuidad del papá y de la mamá que saben perder el tiempo para jugar con los hijos. Necesitamos el sentido de la gratuidad: en las familias, en las parroquias, en toda la sociedad. Y cuando pensamos que el Señor se ha revelado a nosotros en la gratuidad, es decir, como Gracia, la cuestión es mucho más importante. Esa necesidad de gratuidad humana, que es como abrir el corazón a la gracia de Dios. Todo es gratis: Él viene y nos da su gracia. Pero si nosotros no tenemos el sentido de la gratuidad en la familia, en la escuela, en la parroquia nos será muy difícil entender qué es la gracia de Dios, esa gracia que no se vende, que no se compra, que es un regalo, un don de Dios: es Dios mismo.
-Conversión no es fácil, porque es cambiar la vida, cambiar de método, cambiar muchas cosas, incluso cambiar el alma. Pero este camino de conversión nos dará la identidad de un pueblo que sabe engendrar a los hijos, no un pueblo estéril. Si nosotros como Iglesia no sabemos engendrar hijos, algo no funciona. El desafío mayor de la Iglesia hoy es convertirse en madre: ¡madre! No una ong bien organizada, con muchos planes pastorales... Los necesitamos, ciertamente... Pero eso no es lo esencial, eso es una ayuda. ¿A qué ayuda? A la maternidad de la Iglesia. Si la Iglesia no es madre, es feo decir que se convierte en una solterona, pero se convierte en una solterona. Es así: no es fecunda. No sólo engendra hijos la Iglesia, su identidad es dar vida a los hijos, es decir, evangelizar, como dice Pablo VI en laEvangelii nuntiandi. La identidad de la Iglesia es esta: evangelizar, es decir, engendrar hijos.
-Es un envejecimiento que... creo...de fuga de la vida comunitaria, esto es verdad: el individualismo nos lleva a la fuga de la vida comunitaria, y esto hace envejecer a la Iglesia. Vamos a visitar una institución que ya no es madre, nos da una cierta identidad, como el equipo de fútbol: «Soy de este equipo, soy aficionado de la católica». Y esto sucede cuando tiene lugar la fuga de la vida comunitaria, la fuga de la familia. Debemos recuperar la memoria, la memoria de la Iglesia que es pueblo de Dios. A nosotros hoy nos falta el sentido de la historia. Tenemos miedo del tiempo: nada de tiempo, nada de itinerarios, nada, nada. ¡Todo ahora! Estamos en el reino del presente, de la situación. Sólo este espacio, este espacio, este espacio, y nada de tiempo. También en la comunicación: luces, el momento, celular, el mensaje... El lenguaje más abreviado, más reducido. Todo se hace deprisa, porque somos esclavos de la situación. Recuperar la memoria en la paciencia de Dios, que no tuvo prisa en su historia de salvación, que nos ha acompañado a lo largo de la historia, que prefirió la historia larga por nosotros, de tantos años, caminando con nosotros.
-Una madre es tierna, sabe acariciar. Pero cuando nosotros vemos a la pobre gente que va a la parroquia con esto, con aquello otro y no sabe cómo moverse en este ambiente, porque no va con frecuencia a la parroquia, y encuentra una secretaria que grita, que cierra la puerta: «No, usted para hacer esto tiene que pagar esto, esto y esto. Y tiene que hacer esto y esto... Tome este papel y tiene que hacer...». Esta gente no se siente en la casa de mamá. Tal vez se siente en la administración, pero no en la casa de la madre. Y las secretarias, ¡las nuevas «hostiarias» de la Iglesia! Pero secretaria parroquial quiere decir abrir la puerta de la casa de la madre, no cerrarla. Y se puede cerrar la puerta de muchas maneras.
-La gente que viene sabe, por la unción del Espíritu Santo, que la Iglesia custodia el tesoro de la mirada de Jesús. Y nosotros debemos ofrecerlo a todos. Cuando llegan a la parroquia , ¿qué actitud debemos tener? Debemos acoger siempre a todos con corazón grande, como en familia, pidiendo al Señor que nos haga capaces de participar en las dificultades y en los problemas que a menudo los muchachos y los jóvenes encuentran en su vida.
-Debemos tener el corazón de Jesús, quien «al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas como ovejas que no tienen pastor» (Mt 9, 36). Al ver a las muchedumbres, sintió compasión. A mí me gusta soñar una Iglesia que viva la compasión de Jesús. Compasión es «padecer con», sentir lo que sienten los demás, acompañar en los sentimientos. Es la Iglesia madre, como una madre que acaricia a sus hijos con la compasión. Una Iglesia que tenga un corazón sin confines, pero no sólo el corazón: también la mirada, la dulzura de la mirada de Jesús, que a menudo es mucho más elocuente que tantas palabras. Las personas esperan encontrar en nosotros la mirada de Jesús, a veces sin ni siquiera saberlo, esa mirada serena, feliz, que entra en el corazón.
-Debemos replantearnos cuán acogedoras son nuestras parroquias, si los horarios de las actividades favorecen la participación de los jóvenes, si somos capaces de hablar su lenguaje, de captar incluso en otros ambientes (como por ejemplo en el deporte, en las nuevas tecnologías) las ocasiones para anunciar el Evangelio.