Con estas palabras de San Beda, explicamos el lema del nuevo Romano Pontífice, el Papa Francisco:
"Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: "Sígueme". Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, (miserando atque eligendo), y le dijo Sígueme, "Sígueme", que quiere decir: "Imítame". Le dijo "sígueme", más que con sus pasos, con su modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo debe andar de continuo como él anduvo."
San Beda el Venerable, presbítero; Homilía 21
Queridos hermanos:
Entre las experiencias más fuertes de las últimas décadas está la de encontrar puertas cerradas. La creciente inseguridad fue llevando, poco a poco, a trabar puertas, poner medios de vigilancia, cámaras de seguridad, desconfiar del extraño que llama a nuestra puerta. Sin embargo, todavía en algunos pueblos hay puertas que están abiertas. La puerta cerrada es todo un símbolo de este hoy. Es algo más que un simple dato sociológico; es una realidad existencial que va marcando un estilo de vida, un modo de pararse frente a la realidad, frente a los otros, frente al futuro. La puerta cerrada de mi casa, que es el lugar de mi intimidad, de mis sueños, mis esperanzas y sufrimientos así como de mis alegrías, está cerrada para los otros. Y no se trata sólo de mi casa material, es también el recinto de mi vida, mi corazón. Son cada vez menos los que pueden atravesar ese umbral. La seguridad de unas puertas blindadas custodia la inseguridad de una vida que se hace más frágil y menos permeable a las riquezas de la vida y del amor de los demás.
La imagen de una puerta abierta ha sido siempre el símbolo de luz, amistad, alegría, libertad, confianza. ¡Cuánto necesitamos recuperarlas! La puerta cerrada nos daña, nos anquilosa, nos separa.
Iniciamos el Año de la fe y paradójicamente la imagen que propone el Papa es la de la puerta, una puerta que hay que cruzar para poder encontrar lo que tanto nos falta. La Iglesia, a través de la voz y el corazón de Pastor de Benedicto XVI, nos invita a cruzar el umbral, a dar un paso de decisión interna y libre: animarnos a entrar a una nueva vida.
La puerta de la fe nos remite a los Hechos de los Apóstoles: "Al llegar, reunieron a la Iglesia, les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe" (Hechos 14,27). Dios siempre toma la iniciativa y no quiere que nadie quede excluido. Dios llama a la puerta de nuestros corazones: Mira, estoy a la puerta y llamo, si alguno escucha mi voz y abre la puerta entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo (Ap. 3, 20). La fe es una gracia, un regalo de Dios. "La fe sólo crece y se fortalece creyendo; en un abandono continuo en las manos de un amor que se experimenta siempre como más grande porque tiene su origen en Dios"
Atravesar esa puerta supone emprender un camino que dura toda la vida mientras avanzamos delante de tantas puertas que hoy en día se nos abren, muchas de ellas puertas falsas, puertas que invitan de manera muy atractiva pero mentirosa a tomar camino, que prometen una felicidad vacía, narcisista y con fecha de vencimiento; puertas que nos llevan a encrucijadas en las que, cualquiera sea la opción que sigamos, provocarán a corto o largo plazo angustia y desconcierto, puertas autorreferenciales que se agotan en sí mismas y sin garantía de futuro. Mientras las puertas de las casas están cerradas, las puertas de los shoppings están siempre abiertas. Se atraviesa la puerta de la fe, se cruza ese umbral, cuando la Palabra de Dios es anunciada y el corazón se deja plasmar por la gracia que transforma. Una gracia que lleva un nombre concreto, y ese nombre es Jesús. Jesús es la puerta. (Juan 10:9) "Él, y Él solo, es, y siempre será, la puerta. Nadie va al Padre sino por Él. (Jn. 14.6)" Si no hay Cristo, no hay camino a Dios. Como puerta nos abre el camino a Dios y como Buen Pastor es el Único que cuida de nosotros al costo de su propia vida.
Jesús es la puerta y llama a nuestra puerta para que lo dejemos atravesar el umbral de nuestra vida. No tengan miedo... abran de par en par las puertas a Cristo nos decía el Beato Juan Pablo II al inicio de su pontificado. Abrir las puertas del corazón como lo hicieron los discípulos de Emaús, pidiéndole que se quede con nosotros para que podamos traspasar las puertas de la fey el mismo Señor nos lleve a comprender las razones por las que se cree,para después salir a anunciarlo. La fe supone decidirse a estar con el Señor para vivir con él y compartirlo con los hermanos.
Damos gracias a Dios por esta oportunidad de valorar nuestra vida de hijos de Dios, por este camino de fe que empezó en nuestra vida con las aguas del bautismo, el inagotable y fecundo rocío que nos hace hijos de Dios y miembros hermanos en la Iglesia. La meta, el destino o fin es el encuentro con Dios con quien ya hemos entrado en comunión y que quiere restaurarnos, purificarnos, elevarnos, santificarnos, y darnos la felicidad que anhela nuestro corazón.
Queremos dar gracias a Dios porque sembró en el corazón de nuestra Iglesia Arquidiocesana el deseo de contagiar y dar a manos abiertas este don del Bautismo. Este es el fruto de un largo camino iniciado con la pregunta ¿Cómo ser Iglesia en Buenos Aires? transitado por el camino del Estado de Asamblea para enraizarse en el Estado de Misión como opción pastoral permanente.
Iniciar este año de la fe es una nueva llamada a ahondar en nuestra vida esa fe recibida. Profesar la fe con la boca implica vivirla en el corazón y mostrarla con las obras: un testimonio y un compromiso público. El discípulo de Cristo, hijo de la Iglesia, no puede pensar nunca que creer es un hecho privado. Desafío importante y fuerte para cada día, persuadidos de que el que comenzó en ustedes la buena obra la perfeccionará hasta el día, de Jesucristo. (Fil.1:6) Mirando nuestra realidad, como discípulos misioneros, nos preguntamos: ¿a qué nos desafía cruzar el umbral de la fe?
Cruzar el umbral de la fe nos desafía a descubrir que si bien hoy parece que reina la muerte en sus variadas formas y que la historia se rige por la ley del más fuerte o astuto y si el odio y la ambición funcionan como motores de tantas luchas humanas, también estamos absolutamente convencidos de que esa triste realidad puede cambiar y debe cambiar, decididamente porque "si Dios está con nosotros ¿quién podrá contra nosotros? (Rom. 8:31,37)
Cruzar el umbral de la fe supone no sentir vergüenza de tener un corazón de niño que, porque todavía cree en los imposibles, puede vivir en la esperanza: lo único capaz de dar sentido y transformar la historia. Es pedir sin cesar, orar sin desfallecer y adorar para que se nos transfigure la mirada.
Cruzar el umbral de la fe nos lleva a implorar para cada uno "los mismos sentimientos de Cristo Jesús"(Flp. 2, 5) experimentando así una manera nueva de pensar, de comunicarnos, de mirarnos, de respetarnos, de estar en familia, de plantearnos el futuro, de vivir el amor, y la vocación.
Cruzar el umbral de la fe es actuar, confiar en la fuerza del Espíritu Santo presente en la Iglesia y que también se manifiesta en los signos de los tiempos, es acompañar el constante movimiento de la vida y de la historia sin caer en el derrotismo paralizante de que todo tiempo pasado fue mejor; es urgencia por pensar de nuevo, aportar de nuevo, crear de nuevo, amasando la vida con "la nueva levadura de la justicia y la santidad". (1 Cor 5:8)
Cruzar el umbral de la fe implica tener ojos de asombro y un corazón no perezosamente acostumbrado, capaz de reconocer que cada vez que una mujer da a luz se sigue apostando a la vida y al futuro, que cuando cuidamos la inocencia de los chicos garantizamos la verdad de un mañana y cuando mimamos la vida entregada de un anciano hacemos un acto de justicia y acariciamos nuestras raíces.
Cruzar el umbral de la fe es el trabajo vivido con dignidad y vocación de servicio, con la abnegación del que vuelve una y otra vez a empezar sin aflojarle a la vida, como si todo lo ya hecho fuera sólo un paso en el camino hacia el reino, plenitud de vida. Es la silenciosa espera después de la siembra cotidiana, contemplar el fruto recogido dando gracias al Señor porque es bueno y pidiendo que no abandone la obra de sus manos. (Sal 137)
Cruzar el umbral de la fe exige luchar por la libertad y la convivencia aunque el entorno claudique, en la certeza de que el Señor nos pide practicar el derecho, amar la bondad, y caminar humildemente con nuestro Dios. ( Miqueas 6:8)
Cruzar el umbral de la fe entraña la permanente conversión de nuestras actitudes, los modos y los tonos con los que vivimos; reformular y no emparchar o barnizar, dar la nueva forma que imprime Jesucristo a aquello que es tocado por su mano y su evangelio de vida, animarnos a hacer algo inédito por la sociedad y por la Iglesia; porque "El que está en Cristo es una nueva criatura". (2 Cor 5,17-21)
Cruzar el umbral de la fe nos lleva a perdonar y saber arrancar una sonrisa, es acercarse a todo aquel que vive en la periferia existencial y llamarlo por su nombre, es cuidar las fragilidades de los más débiles y sostener sus rodillas vacilantes con la certeza de que lo que hacemos por el más pequeño de nuestros hermanos al mismo Jesús lo estamos haciendo. (Mt. 25, 40)
Cruzar el umbral de la fe supone celebrar la vida, dejarnos transformar porque nos hemos hecho uno con Jesús en la mesa de la eucaristía celebrada en comunidad, y de allí estar con las manos y el corazón ocupados trabajando en el gran proyecto del Reino: todo lo demás nos será dado por añadidura. (Mt. 6.33)
Cruzar el umbral de la fe es vivir en el espíritu del Concilio y de Aparecida, Iglesia de puertas abiertas no sólo para recibir sino fundamentalmente para salir y llenar de evangelio la calle y la vida de los hombres de nuestros tiempo.
Cruzar el umbral de la fe para nuestra Iglesia Arquidiocesana, supone sentirnos confirmados en la Misión de ser una Iglesia que vive, reza y trabaja en clave misionera.
Cruzar el umbral de la fe es, en definitiva, aceptar la novedad de la vida del Resucitado en nuestra pobre carne para hacerla signo de la vida nueva.
Meditando todas estas cosas miremos a María, Que Ella, la Virgen Madre, nos acompañe en este cruzar el umbral de la fe y traiga sobre nuestra Iglesia en Buenos Aires el Espíritu Santo, como en Nazaret, para que igual que ella adoremos al Señor y salgamos a anunciar las maravillas que ha hecho en nosotros.
1 de Octubre de 2012
Fiesta de Santa Teresita del Niño Jesús
Presentamos varios fragmentos de sus palabras en tres puntos:
-El Espíritu Santo y la armonía en la Iglesia
. Él, el Paráclito, es el protagonista supremo de toda iniciativa y manifestación de fe. Es curioso. A mí me hace pensar esto: el Paráclito crea todas las diferencias en la Iglesia, y parece que fuera un apóstol de Babel. Pero, por otro lado, es quien mantiene la unidad de estas diferencias, no en la «igualdad», sino en la armonía. Recuerdo aquel Padre de la Iglesia que lo definía así: «Ipse harmonia est». El Paráclito, que da a cada uno carismas diferentes, nos une en esta comunidad de Iglesia, que adora al Padre, al Hijo y a él, el Espíritu Santo.
-El pesimismo y la tristeza vienen del diablo
Nunca nos dejemos vencer por el pesimismo, por esa amargura que el diablo nos ofrece cada día; no caigamos en el pesimismo y el desánimo: tengamos la firme convicción de que, con su aliento poderoso, el Espíritu Santo da a la Iglesia el valor de perseverar y también de buscar nuevos métodos de evangelización, para llevar el Evangelio hasta los extremos confines de la tierra (cf. Hch 1,8). La verdad cristiana es atrayente y persuasiva porque responde a la necesidad profunda de la existencia humana, al anunciar de manera convincente que Cristo es el único Salvador de todo el hombre y de todos los hombres. Este anuncio sigue siendo válido hoy, como lo fue en los comienzos del cristianismo, cuando se produjo la primera gran expansión misionera del Evangelio.
-La vejez es la sede de la sabiduría de la vida
Queridos Hermanos: ¡Ánimo! La mitad de nosotros tenemos una edad avanzada: la vejez es –me gusta decirlo así– la sede de la sabiduría de la vida. Los viejos tienen la sabiduría de haber caminado en la vida, como el anciano Simeón, la anciana Ana en el Templo. Y justamente esta sabiduría les ha hecho reconocer a Jesús. Ofrezcamos esta sabiduría a los jóvenes: como el vino bueno, que mejora con los años, ofrezcamos esta sabiduría de la vida. Me viene a la mente aquello que decía un poeta alemán sobre la vejez: «Es ist ruhig, das Alter, und fromm»; es el tiempo de la tranquilidad y de la plegaria. Y también de brindar esta sabiduría a los jóvenes.
Hoy día la apertura es considerada un valor, aunque no siempre se la comprenda bien. "Es un cura abierto" dice la gente, oponiéndolo a "un cura cerrado". Como toda valoración, depende de quién la hace. A veces, en una valoración superficial, apertura puede querer decir "uno que deja pasar cualquier cosa" o "que es canchero", que no es "almidonado", "rígido". Pero detrás de algunas posiciones que son más cuestión de piel, se esconde siempre algo de fondo que la gente percibe. Ser un sacerdote abierto quiere decir "que es capaz de escuchar aunque se mantenga firme en sus convicciones". Una vez un hombre de pueblo me definió a un cura diciendo una frase sencilla: "Es un cura que habla con todos". No hace acepción de personas, quería decir. Le llamaba la atención que pudiera hablar "bien" con cada persona y lo distinguía claramente tanto de los que sólo hablan bien con algunos, como de los que hablan con todos diciéndoles que sí a todo.
Esto es así porque la apertura va junto con la fidelidad. Y es propio de la fidelidad ese único movimiento por el cual, por una parte se abre enteramente la puerta del corazón a la persona amada y, por otra, se le cierra esa misma puerta a todo el que amenace ese amor. De ahí que abrirle la puerta al Señor implica abrírsela a los que El ama: a los pobres, a los pequeños, los descarriados, los pecadores ... A toda persona, en definitiva. Y cerrársela a los "ídolos": al halago fácil, a la gloria mundana, a las concupiscencias, al poder, a la riqueza, a la maledicencia y –en la medida en que encarnen estos disvalores- a las personas que quieren entrar en nuestro corazón o en nuestras comunidades para imponerlos.
Además de ser fiel, la actitud de abrir o cerrar la puerta tiene que ser testimonial. Dar testimonio de que, en el último día, habrá una puerta que se abre para algunos: los benditos del Padre, los que dieron de comer y de beber a los más pequeñitos, los que mantuvieron el aceite de su lámpara, los que practicaron la Palabra ... y se cierra para otros: los que no le abrieron la puerta de su corazón a los necesitados, a los que se quedaron sin aceite, los que sólo dijeron "Señor, Señor" de palabra y no amaron con obras.
Así, la apertura no es cuestión de palabras sino de gestos. La gente lo traduce hablando del cura que "siempre está" y del que "no está nunca" (anteponiendo caritativamente el "ya sé que Ud. está ocupado Padre porque tiene tantas cosas ..."). La apertura evangélica se juega en los lugares de entrada: en la puerta de las iglesias que, en un mundo donde los shoppings no cierran nunca, no pueden permanecer muchas horas cerradas, aunque haya que pagar vigilancia y bajar al confesionario más seguido; en esa puerta que es el teléfono, cansador e inoportuno en nuestro mundo supercomunicado, pero que no puede quedar largas horas a merced de un contestador automático. Pero estas puertas son más bien externas y "mediáticas". Son expresión de esa otra puerta que es nuestra cara, que son nuestros ojos, nuestra sonrisa, el ralentar un poco el paso y animarse a mirar al que sabemos que está esperando ... En el confesionario uno sabe que la mitad de la batalla se gana o se pierde en el saludo, en la manera de recibir al penitente, especialmente al que da una miradita y tiene un gesto como diciendo "¿puedo?". Una acogida franca, cordial, cálida termina de abrir un alma a la que el Señor ya le hizo asomarse a la mirilla. En cambio, un recibimiento frío, apurado o burocrático hace que se cierre lo entreabierto. Sabemos que nos confesamos de diversa manera según el cura que nos toque ... y la gente también.
Una imagen linda para examinar nuestra apertura es la de nuestra casa. Hay casas que son abiertas porque "están en paz", que son hospitalarias porque tienen calor de hogar. Ni tan ordenadas que uno siente temor hasta de sentarse (no digamos de fumar o comer algo) ni tan desordenadas que dan vergüenza ajena. Lo mismo pasa con el corazón: el corazón que tiene espacio para el Señor tiene también espacio para los demás. Si no hay lugar y tiempo para el Señor entonces el lugar para los demás se reduce a la medida de los propios nervios, del propio entusiasmo o del propio cansancio. Y el Señor es como los pobres: se acerca sin que lo llamemos e insiste un poco, pero no se queda si no lo retenemos. Es fácil sacárselo de encima. Basta apurar un poco el paso, como ante los mendigos o mirar para otro lado como cuando los chicos nos dejan la estampita en el subte.
Sí, la apertura a los demás va pareja con nuestra apertura al Señor. Es Él, el de corazón abierto, el único que puede abrir un espacio de paz en nuestro corazón, esa paz que nos vuelve hospitalarios para con los demás. Ese es el oficio de Jesús resucitado: entrar en el cenáculo cerrado que, en cuanto casa, es imagen del corazón, y abrirlo quitando todo temor y llenando a los discípulos de paz. En Pentecostés el Espíritu sella con esta paz la casa y los corazones de los Apóstoles y los convierte en Casa abierta para todos, en Iglesia. La Iglesia es como la casa abierta del Padre misericordioso. Por ello nuestra actitud debe ser la del Padre y no la de los hijos de la parábola: ni la del menor que aprovecha la apertura para hacer su escapadita, ni la del mayor que se cree que con su cerrazón cuida la herencia mejor que su propio padre.
¡Abran las puertas al Señor! Es el pedido que hoy quiero hacer a todos los sacerdotes de la Arquidiócesis. ¡Abran sus puertas! Las de su corazón y las de sus Iglesias. ¡No tengan miedo! Ábranlas por la mañana, en su oración, para recibir el Espíritu que los llenará de paz y alegría y salir luego a pastorear al Pueblo fiel de Dios. Ábranlas durante el día para que los hijos pródigos se sientan esperados. Ábranlas al anochecer, para que el Señor no pase de largo y los deje con su soledad sino que entre y coma con Ustedes y les haga compañía.
Y recuerden siempre a Aquélla que es Puerta del Cielo: a la de corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas; a la esclavita del Padre que sabe abrirse enteramente a la alabanza; a la que sale de sí "con prontitud" para visitar y consolar; a la que sabe transformar cualquier covacha en casa del "Dios con nosotros" con unos pobres pañalitos y una montaña de ternura; a la que está siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas; a la que sabe esperar afuera para dar lugar a que el Señor instruya a su pueblo; a la que siempre está al descampado en cualquier lugar donde los hombres levantan una cruz y le crucifican a sus hijos. Nuestra Señora es Madre, y –como madre- sabe abrir los corazones de sus hijos: todo pecado escondido se deja perdonar por Dios a través de sus ojos buenos; todo capricho y encerramiento se disuelve ante una palabra suya; todo temor para la misión se disipa si Ella nos acompaña por el camino.
La meditación de las lecturas de este domingo me movieron a escribirles esta carta. No sé bien el por qué pero sentí un fuerte impulso a hacerlo. Al comienzo fue una pregunta: ¿rezo? que se extendió luego: los sacerdotes, los consagrados y las consagradas de la Arquidiócesis ¿rezamos?, ¿rezamos lo suficiente, lo necesario? Tuve que darme la respuesta sobre mi mismo. Al ofrecerles ahora la pregunta mi deseo es que cada uno de Ustedes también pueda responderse desde el fondo del corazón.
La cantidad y calidad de los problemas con que nos enfrentamos cada día nos llevan a la acción: aportar soluciones, idear caminos, construir... Esto nos colma gran parte del día. Somos trabajadores, operarios del Reino y llegamos a la noche cansados por la actividad desplegada. Creo que, con objetividad, podemos afirmar que no somos vagos. En la Arquidiócesis se trabaja mucho. La sucesión de reclamos, la urgencia de los servicios que debemos prestar, nos desgastan y así vamos desovillando nuestra vida en el servicio al Señor en la Iglesia. Por otra parte también sentimos el peso, cuando no la angustia, de una civilización pagana que pregona sus principios y sus sedicentes "valores" con tal desfachatez y seguridad de sí misma que nos hace tambalear en nuestras convicciones, en la constancia apostólica y hasta en nuestra real y concreta fe en el Señor viviente y actuante en medio de la historia de los hombres, en medio de la Iglesia. Al final de día algunas veces solemos llegar maltrechos y, sin darnos cuenta, se nos filtra en el corazón un cierto pesimismo difuso que nos abroquela en "cuarteles de retirada" y nos unge con una psicología de derrotados que nos reduce a un repliegue defensivo. Allí se nos arruga el alma y asoma la pusilanimidad
Y así, entre el intenso y desgastante trabajo apostólico por un lado y la cultura agresivamente pagana por otro, nuestro corazón se encoge en esa impotencia práctica que nos conduce a una actitud minimalista de sobrevivir en el intento de conservar la fe. Sin embargo no somos tontos y nos damos cuenta de que algo falta en este planteo, que el horizonte se acercó demasiado hasta convertirse en cerco, que algo hace que nuestra agresividad apostólica en la proclamación del Reino quede acotada. ¿No será que pretendemos hacer nosotros solos todas las cosas y nos sentimos desenfocadamente responsables de las soluciones a aportar? Sabemos que solos no podemos. Aquí cabe la pregunta: ¿le damos espacio al Señor? ¿le dejo tiempo en mi jornada para que Él actúe?, ¿o estoy tan ocupado en hacer yo las cosas que no me acuerdo de dejarlo entrar?
Me imagino que el pobre Abraham se asustó mucho cuando Dios le dijo que iba a destruir a Sodoma. Pensó en sus parientes de allí por cierto, pero fue más allá: ¿no cabría la posibilidad de salvar a esa pobre gente? Y comienza el regateo. Pese al santo temor religioso que le producía estar en presencia de Dios, a Abraham se le impuso la responsabilidad. Se sintió responsable. No se queda tranquilo con un pedido, siente que debe interceder para salvar la situación, percibe que ha de luchar con Dios, entrar en una pulseada palmo a palmo. Ya no le interesan sólo sus parientes sino todo ese pueblo... y se juega en la intercesión. Se involucra en ese mano a mano con Dios. Podría haberse quedado tranquilo con su conciencia después del primer intento gozando de la promesa del hijo que se le acababa de hacer (Gen. 18:9) pero sigue y sigue. Quizás inconscientemente ya sienta a ese pueblo pecador como hijo suyo, no sé, pero decide jugarse por él. Su intercesión es corajuda aun a riesgo de irritar al Señor. Es el coraje de la verdadera intercesión.
Varias veces hablé de la parresía, del coraje y fervor en nuestra acción apostólica. La misma actitud ha de darse en la oración: orar con parresía. No quedarnos tranquilos con haber pedido una vez; la intercesión cristiana carga con toda nuestra insistencia hasta el límite. Así oraba David cuando pedía por el hijo moribundo (2 Sam. 12:15-18), así oró Moisés por el pueblo rebelde (Ex. 32:11-14; Num. 4:10-19; Deut. 9:18-20) dejando de lado su comodidad y provecho personal y la posibilidad de convertirse en líder de una gran nación (Ex.32:10): no cambió de "partido", no negoció a su pueblo sino que la peleó hasta el final. Nuestra conciencia de ser elegidos por el Señor para la consagración o el ministerio nos debe alejar de toda indiferencia, de cualquier comodidad o interés personal en la lucha en favor de ese pueblo del que nos sacaron y al que somos enviados a servir. Como Abraham hemos de regatearle a Dios su salvación con verdadero coraje... y esto cansa como se cansaban los brazos de Moisés cuando oraba en medio de la batalla (cfr. Ex.17:11-13). La intercesión no es para flojos. No rezamos para "cumplir" y quedar bien con nuestra conciencia o para gozar de una armonía interior meramente estética. Cuando oramos estamos luchando por nuestro pueblo. ¿Así oro yo? ¿O me canso, me aburro y procuro no meterme en ese lío y que mis cosas anden tranquilas? ¿Soy como Abraham en el coraje de la intercesión o termino en aquella mezquindad de Jonás lamentándome de una gotera en el techo y no de esos hombres y mujeres "que no saben distinguir el bien del mal" (Jon.4:11), víctimas de una cultura pagana?
En el Evangelio Jesús es claro: "pidan y se les dará", busquen y encontrarán, llamen y se les abrirá" y, para que entendamos bien, nos pone el ejemplo de ese hombre pegado al timbre del vecino a medianoche para que le dé tres panes, sin importarle pasar por maleducado: sólo le interesaba conseguir la comida para su huésped. Y si de inoportunidad se trata miremos a aquella cananea (Mt.15:21-28) que se arriesga a que la saquen corriendo los discípulos (v.23) y a que le digan "perra" (v.27) con tal de lograr lo que quiere: la curación de su hija. Esa mujer sí que sabía pelear corajudamente en la oración.
A esta constancia e insistencia en la oración el Señor promete la certeza del éxito: "Porque el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá"; y nos explica el por qué del éxito: Dios es Padre. "¿Hay entre Ustedes algún padre que da a su hijo una serpiente cuando le pide un pescado? ¿Y si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si Ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos ¿cuánto más el Padre del Cielo dará al Espíritu Santo a aquéllos que se lo pidan!" La promesa del Señor a la confianza y constancia en nuestra oración va mucho más allá de lo que imaginamos: además de lo que pedimos nos dará al Espíritu Santo. Cuando Jesús nos exhorta a orar con insistencia nos lanza al seno mismo de la Trinidad y, a través de su santa humanidad, nos conduce al Padre y promete el Espíritu Santo.
Vuelvo a la imagen de Abraham y a la ciudad que quería salvar. Todos somos conscientes de la dimensión pagana de la cultura que vivimos, una cosmovisión que debilita nuestras certezas y nuestra fe. Diariamente somos testigos del intento de los poderes de este mundo para desterrar al Dios Vivo y suplirlo con los ídolos de moda. Vemos cómo la abundancia de vida que nos ofrece el Padre en la creación y Jesucristo en la redención (cfr.2ª. lectura) es suplida por la justamente llamada "cultura de la muerte". Constatamos también como se deforma y manipula la imagen de la Iglesia por la desinformación, la difamación y la calumnia y cómo a los pecados y falencias de sus hijos se los ventila con preferencia en los medios de comunicación como prueba de que Ella nada bueno tiene que ofrecer. Para los medios de comunicación la santidad no es noticia, sí –en cambio- el escándalo y el pecado. ¿Quién puede pelear de igual a igual con esto? ¿Alguno de nosotros puede ilusionarse que con medios meramente humanos, con la armadura de Saúl, podrá hacer algo? (cfr.1 Sam.17:38-39).
Cuidado: nuestra lucha no es contra poderes humanos sino contra el poder de las tinieblas (cfr. Ef.6:12). Como pasó con Jesús (cfr. Mt.4:1-11) Satanás buscará seducirnos, desorientarnos, ofrecer "alternativas viables" No podemos darnos el lujo de ser confiados o suficientes. Es verdad, debemos dialogar con todas las personas, pero con la tentación no se dialoga. Allí sólo nos queda refugiarnos en la fuerza de la Palabra de Dios como el Señor en el desierto y recurrir a la mendicidad de la oración: la oración del niño, del pobre y del sencillo; de quien sabiéndose hijo pide auxilio al Padre; la oración del humilde, del pobre sin recursos. Los humildes no tienen nada que perder; más aún, a ellos se le revela el camino (Mt. 11:25-26). Nos hará bien decirnos que no es tiempo de censo, de triunfo y de cosecha, que en nuestra cultura el enemigo sembró cizaña junto al trigo del Señor y que ambos crecen juntos. Es hora no de acostumbrarnos a esto sino de agacharse y recoger las cinco piedras para la honda de David (cfr.1Sam.17:40). Es hora de oración.
A alguno se le podrá ocurrir que este obispo se volvió apocalíptico o le agarró un ataque de maniqueísmo. Lo del Apocalipsis lo aceptaría porque es el libro de la vida cotidiana de la Iglesia y en cada actitud nuestra se va plasmando la escatología. Lo de maniqueo no lo veo porque estoy convencido de que no es tarea nuestra andar separando el trigo de la cizaña (eso lo harán los ángeles el día de la cosecha) sí discernirlos para que no nos confundamos y poder así defender el trigo. Pienso en María ¿cómo viviría las contradicciones cotidianas y como oraría sobre ellas? ¿Qué pasaba por su corazón cuando regresaba de Ain Karim y ya eran evidentes los signos de su maternidad? ¿Qué le iba a decir a José? O ¿cómo hablaría con Dios en el viaje de Nazareth a Belén o en la huída a Egipto, o cuando Simeón y Ana espontáneamente armaron esa liturgia de alabanza, o aquel día en que su hijo se quedó en el Templo, o al pie de la Cruz? Ante estas contradicciones y tantas otras ella oraba y su corazón se fatigaba en la presencia del Padre pidiendo poder leer y entender los signos de los tiempos y poder cuidar el trigo. Hablando de esta actitud Juan Pablo II dice que a María le sobrevenía cierta "peculiar fatiga del corazón" (Redempt. Mater n.17). Esta fatiga de la oración nada tiene que ver con el cansancio y aburrimiento al que me referí más arriba.
Así también podemos decir que la oración, si bien nos da paz y confianza, también nos fatiga el corazón. Se trata de la fatiga de quien no se engaña a sí mismo, de quien maduramente se hace cargo de su responsabilidad pastoral, de quien se sabe minoría en "esta generación perversa y adúltera", de quien acepta luchar día a día con Dios para que salve a su pueblo. Cabe aquí la pregunta: ¿tengo yo el corazón fatigado en el coraje de la intercesión y –a la vez- siento en medio de tanta lucha la serena paz de alma de quien se mueve en la familiaridad con Dios? Fatiga y paz van juntas en el corazón que ora. ¿Pude experimentar lo que significa tomar en serio y hacerme cargo de tantas situaciones del quehacer pastoral y –mientras hago todo lo humanamente posible para ayudar- intercedo por ellas en la oración? ¿He podido saborear la sencilla experiencia de poder arrojar las preocupaciones en el Señor (cfr. Salmo 54:23) en la oración? Qué bueno sería si lográramos entender y seguir el consejo de San Pablo: "No se angustien por nada, y en cualquier circunstancia recurran a la oración y a la súplica, acompañadas de acción de gracias, para presentar sus peticiones a Dios. Entonces la paz de Dios, que supera todo lo que podemos pensar, tomará bajo su cuidado los corazones y los pensamientos de ustedes en Cristo Jesús" (Filip. 4:6-7).
Estas son más o menos las cosas que sentí al meditar las tres lecturas de este domingo y también siento que debo compartirlas con Ustedes, con quienes trabajo en el cuidado del pueblo fiel de Dios. Pido al Señor que nos haga más orantes como lo era Él cuando vivía entre nosotros; que nos haga insistentemente pedigüeños ante el Padre. Pido al Espíritu Santo que nos introduzca en el Misterio del Dios Vivo y que ore en nuestros corazones. Tenemos ya el triunfo, como nos lo proclama la segunda lectura. Bien parados allí, afirmados en esta victoria, les pido que sigamos adelante (cfr.Hebr. 10:39) en nuestro trabajo apostólico adentrándonos más y más en esa familiaridad con Dios que vivimos en la oración. Les pido que hagamos crecer la parresía tanto en la acción como en la oración. Hombres y mujeres adultos en Cristo y niños en nuestro abandono. Hombres y mujeres trabajadores hasta el límite y, a la vez, con el corazón fatigado en la oración. Así nos quiere Jesús que nos llamó. Que Él nos conceda la gracia de comprender que nuestro trabajo apostólico, nuestras dificultades, nuestras luchas no son cosas meramente humanas que comienzan y terminan en nosotros. No se trata de una pelea nuestra sino que es "guerra de Dios" (2 Cron. 20:15); y esto nos mueva a dar diariamente más tiempo a la oración.
¿Cómo ve a los laicos en la Argentina?
"Sería generalizar, cosa que a mí no me gusta. Hay laicos que realmente viven en serio su fe,se juegan, que creen que Jesús está vivo y esperan en la resurrección pero mientras tanto no se rascan la guata [la panza], como dicen los chilenos, sino que trabajan esperando que venga el Señor y preparando el camino.Hay un problema, lo dije otras veces: la tentación de la clericalización. Los curas tendemos a clericalizar a los laicos. No nos damos cuenta pero es como contagiarlo nuestro. Y los laicos —no todos pero muchos— nos piden de rodillas que los clericalicemos porque es más cómodo ser monaguillo que protagonista de un camino laical. No tenemos que entrar en esa trampa, es una complicidad pecadora. Ni clericalizar ni pedir ser clericalizado. El laico es laico y tiene que vivir como laico con la fuerza del bautismo, lo cual lo habilita para ser fermento del amor de Dios en la misma sociedad, para crear y sembrar esperanza, para proclamar la fe, no desde un púlpito sino desde su vida cotidiana. Y llevando su cruz cotidiana como la llevamos todos. Y la cruz del laico, no la del cura. La del cura que la lleve el cura que bastante hombro le dio Dios para eso..
¿Hay algún pasaje del Evangelio que le resuene más fuerte?
El Evangelio es una sorpresa continua. Suelo abrirlo al azar dos veces: a la mañana cuando me levanto y a media tarde, y cada vezme encuentro con una cosa que me toca. Las Bienaventuranzas me llegan hondo.
"El peor daño que puede pasar a la Iglesia: caer en la mundanidad espiritual. En esto estoy citando al cardenal De Lubac. El peor daño que puede pasar a la Iglesia incluso peor que el de los papas libertinos de una época. Esa mundanidad espiritual de hacer lo que queda bien, de ser como los demás, de esa burguesía del espíritu, de los horarios, de pasarla bien, del estatus: "Soy cristiano, soy consagrado, consagrada, soy clérigo". No se contaminen con el mundo, dice Santiago.
No a la hipocresía. No al clericalismo hipócrita. No a la mundanidad espiritual.Porque esto es demostrar que uno es más empresario que hombre o mujer de evangelio.
Sí a la cercanía. A caminar con el pueblo de Dios. A tener ternura especialmente con los pecadores, con los que están más alejados, y saber que Dios vive en medio de ellos."
- Reflexionemos sobre cómo nos estamos preparando para la Semana Santa y cómo respondemos al Amor de Jesucristo, que nos ha redimido, nos ha abierto el camino de la salvación, es decir, el camino de la santidad.
- Si Dios no amara a los pecadores, no habría venido a la tierra, dijo San Agustín. Tenemos que meditar sobre esta infinita misericordia de Nuestro Señor, que nos ha amado y nos ama hasta dar la vida por nosotros, por ti, por mí.
- Dar la vida, no digo ya por un desconocido, sino por una persona que actúa como un enemigo, no entra en nuestras categorías mentales. En cambio, Jesús lo ha hecho y renueva su generosidad cuando nos acercamos al sacramento de la Penitencia, para perdonar nuestras ofensas, nuestros pecados, por grandes que sean.
- Te pregunto: ¿buscas cada día servir, ayudar a las personas que tienes alrededor? ¿rezas por toda la humanidad? Tu y yo necesitamos experimentar la caridad, la amistad de los otros, y ellos necesitan tu afecto, tu oración
- Rechacemos una actitud crítica hacia los demás. Tenemos que ayudarles a corregirse, sugiriéndoles en qué aspecto mejorar, y ofrezcámosles nuestras manos para ayudarles.
La Semana Santa es un tiempo de gracia que el Señor nos da para abrir las puertas de nuestros corazones, de nuestra vida, de nuestras parroquias- ¡qué pena tantas parroquias cerradas! - de los movimientos, de las asociaciones, y "salir" al encuentro de los demás, acercarnos nosotros para llevar la luz y la alegría de nuestra fe ¡Salir siempre! Y hacer esto con amor y con la ternura de Dios, con respeto y paciencia, sabiendo que ponemos nuestras manos, nuestros pies, nuestro corazón, pero que es Dios quien los guía y hace fecundas todas nuestras acciones.
Presentamos las ideas del Cardenal Bergoglio expuestas en la Congregaciones Generales antes del pasado Conclave donde fue elegido como Sucesor de Pedro. Han sido transcritas a través del Cardenal Cubano Jaime Ortega, quien recibió el manuscrito y la autorización del Papa Francisco:
Se hizo referencia a la evangelización. Es la razón de ser de la Iglesia. – "La dulce y confortadora alegría de evangelizar" (Pablo VI). – Es el mismo Jesucristo quien, desde dentro, nos impulsa.
1.- Evangelizar supone celo apostólico. Evangelizar supone en la Iglesia la parresía de salir de sí misma. La Iglesia está llamada a salir de sí misma e ir hacia las periferias, no solo las geográficas, sino también las periferias existenciales: las del misterio del pecado, las del dolor, las de la injusticia, las de la ignorancia y prescindencia religiosa, las del pensamiento, las de toda miseria.
2.- Cuando la Iglesia no sale de sí misma para evangelizar deviene autorreferencial y entonces se enferma (cfr. La mujer encorvada sobre sí misma del Evangelio). Los males que, a lo largo del tiempo, se dan en las instituciones eclesiales tienen raíz de autorreferencialidad, una suerte de narcisismo teológico. En el Apocalipsis Jesús dice que está a la puerta y llama. Evidentemente el texto se refiere a que golpea desde fuera la puerta para entrar... Pero pienso en las veces en que Jesús golpea desde dentro para que le dejemos salir. La Iglesia autorreferencial pretende a Jesucristo dentro de sí y no lo deja salir.
3.- La Iglesia, cuando es autorreferencial, sin darse cuenta, cree que tiene luz propia; deja de ser el mysterium lunae y da lugar a ese mal tan grave que es la mundanidad espiritual (Según De Lubac, el peor mal que puede sobrevenir a la Iglesia). Ese vivir para darse gloria los unos a otros. Simplificando; hay dos imágenes de Iglesia: la Iglesia evangelizadora que sale de sí; la Dei Verbum religiose audiens et fidenter proclamans, o la Iglesia mundana que vive en sí, de sí, para sí. Esto debe dar luz a los posibles cambios y reformas que haya que hacer para la salvación de las almas.
4.- Pensando en el próximo Papa: un hombre que, desde la contemplación de Jesucristo y desde la adoración a Jesucristo ayude a la Iglesia a salir de sí hacia las periferias existenciales, que la ayude a ser la madre fecunda que vive de "la dulce y confortadora alegría de la evangelizar"
Entrevista al padre Guillermo Ortiz SJ, alumno de Bergoglio en el Colegio Máximo
¿Cuándo conoció al padre Bergoglio?
--Padre Guillermo: Yo le conocí cuando era provincial de los jesuitas argentinos. La compañía se divide en provincias que en muchos casos coinciden con los países, ahora la provincia es argentina-uruguaya. En aquel momento era sólo argentina. En julio del año 1977, él estaba en Buenos Aires y viajó a Córdoba como provincial. Yo lo vi para pedirle que quería entrar en la Compañía de Jesús; cuando uno quiere ser jesuita tiene que dirigirse al provincial. Ahí lo conocí, una persona muy afable, una persona con la que se podía hablar perfectamente sin ninguna dificultad. Como a mi me faltaba todavía un año y medio para terminar los estudios, me dijo "si me repites esto mismo dentro de un tiempo ahí veremos porque en este tiempo pueden pasar muchas cosas". Me invitó a compartir la misa que el tenía que celebrar.
En enero del 79 entré en la Compañía de Jesús, era su último año como provincial. Algunas veces celebraba la misa en el noviciado, también presidía las celebraciones más importantes que teníamos que era cuando le veíamos. Y los domingos iba al recreo del noviciado que teníamos con la gente que ya estaba en el Máximo, los filósofos y teólogos.
¿Cómo recuerda al padre Bergoglio de aquellos años?
--Padre Guillermo: En diciembre del 79 él termina como provincial. El cargo de provincial dura 6 años y después se puede ir a una misión o tener cualquier destino. En su caso, al terminar como provincial empezó como rector y formador en el Colegio Máximo. Algo muy importante es que al mismo tiempo, en el año 80 designan parroquia a la capilla que había empezado a funcionar al final del Colegio Máximo. Eran unas 10 hectáreas, en aquel tiempo porque ahora ya no existe ese terreno. El frente del Colegio Máximo Universidad de Filosofía y Teología, donde también nosotros hacíamos Humanidades; en la parte de atrás había un galpón que se dedicaba a guardar el alimento para los animales. Cuando yo entré en el 79 me destinaron a trabajar en esos barrios pobres que dan a la parte de atrás del Máximo, donde daba este galpón que ya había empezado a funcionar como capilla. Poco a poco se fue convirtiendo en una iglesia y al poco tiempo, siendo él ya rector del Máximo, le nombran también párroco. Fue el primer párroco de esa iglesia, de una parroquia de los barrios obreros de San Miguel y unos 30.000 habitantes.
Para mi es muy importante haberle tenido como rector y formador, en ciertos tiempos como director espiritual también. Esto fue hasta el año 1984 que estuve en el Colegio Máximo. Por eso ha sido muy importante para mí la parte pastoral, lo que nosotros estamos viviendo ahora con esta invitación de Francisco a salir, ir al encuentro de la gente sin barreras, como lo vive él. El no ha venido con secretario, tampoco lo tenía allá.
Recuerdo una anécdota con un chico que yo conocía en Buenos Aires, un chico que había estado metido en la droga y que escuchaba el programa de radio en el que yo trabajaba allá, me vino a visitar y quedamos de vez en cuando para charlar. Pasó un tiempo en el que no le ví y un día nos encontramos por la calle y me dijo: "He estado con el cardenal Bergoglio". Me contó que una vez pasó por la Curia, porque era cartero, y le dejó una nota porque quería hablar con él. A los pocos días, estaba en su día de descanso y estaba durmiendo y su papá le dijo que tenía un llamado telefónico, pero él no tenía ganas de responder porque estaba en su día libre, pero su papá le dijo que era el cardenal Bergoglio. Ese día el mismo cardenal Bergoglio marca el número que este chico le había dejado y él habla directamente para preguntarle cuando quiere venir a la Curia.
En su opinión, ¿qué es lo que más caracteriza a Francisco?
--Padre Guillermo: El es así, una persona abierta y siempre ha tenido esto de la atención con el otro a partir de una profundo encuentro con el Señor, una persona muy espiritual, de mucha oración. Esto que está repitiendo ahora, lo que dijo en la Misa Crismal, esa invitación a salir de sí, esa idea de que el pastor tiene que tener olor a oveja. Es una cosa que lo hemos vivido siempre lo que hemos trabajado con él, con una atención muy particular a la gente. A nosotros nos envió como estudiantes a ir a buscar chicos para el catecismo y a visitar enfermos. Teníamos el sábado por la tarde y el domingo por la mañana para ir a visitar a la gente, aunque aún no fuéramos sacerdotes, pero nos invitaba a salir para conocer a la gente. Y era una preocupación no solamente religiosa sino social porque el fundó en ese tiempo un comedor para niños donde iban muchos chicos, y en el tiempo en el que nosotros crecíamos en cantidad en el colegio Maximo, él se preocupó de conseguir algunas vacas, chanchos (cerdos), ovejas que con eso podíamos tener carne.
En ese tiempo no había becas como hubo después, entonces nosotros cuidábamos a los animales. Comíamos mucha verdura pero los chicos del comedor sí comían carne, para un argentino la carne es muy importante y él se preocupaba por eso.
También recuerdo que allí teníamos un lavarropas, donde dejábamos la ropa sucia y él lo preparaba con el jabón y nos avisaba cuando ya estaba lista para que la colgáramos. Mientras tanto nosotros estábamos estudiando. Él por la tarde pasaba para dar de comer a los cerdos. El hacía todo esto con naturalidad, no estaba separado el aspecto espiritual de las cosas cotidianas. Cuando nosotros el domingo volvíamos de las visitas a la gente, él era el que había preparado la comida.