Joseph Ratzinger explica:
Todas las posibilidades espirituales de nuestro cuerpo necesariamente se encauzan a la Eucaristía: cantar, hablar, guardar silencio, sentarse, estar de pie, arrodillarse.
Quizás en tiempos pasados hemos desatendido demasiado el canto y la plática y nos manteníamos exclusivamente callados, unos al lado de otros; hoy, por el contrario, tenemos el peligro de olvidar el silencio. Pero los tres en conjunto -canto, discurso, silencio- son la única respuesta en la que la plenitud de nuestra corporalidad espiritual se abre al Señor.
Y esto mismo es válido para las tres actitudes corporales básicas: sentarse, estar de pie, arrodillarse. También en este caso quizás antiguamente se olvidó demasiado el estar de pie y en parte el sentarse, como expresión de un escuchar relajado, y se atendía con demasiada exclusividad al arrodillarse; y también aquí nos encontramos hoy con el peligro contrario. Y, sin embargo, también aquí es necesaria la expresión propia de las tres actitudes. A la liturgia le es propia la escucha atenta, sentados, a la Palabra de Dios; también el mantenerse de pie como expresión de disponibilidad, tal como Israel comía de pie el cordero pascual, para hacer patente su estar presto para la salida, guiado por la Palabra de Dios. Y, más allá de esto, mantenerse en pie es también expresión de la victoria de Jesucristo: el final de un desafío queda el vencedor, que se mantiene en pie. Su importancia surge de que Esteban antes de su martirio ve a Cristo de pie a la derecha de Dios (Hch 7, 56). Nuestro permanecer de pie durante el Evangelio supera, pues, la gesta del Éxodo, que compartimos con Israel, nos mantenemos de pie junto al resucitado, confesando su victoria.
Finalmente, también es esencial el arrodillarse: como cuando estamos de pie en actitud corporal de oración, estamos listos, dispuestos, pero a la vez nos inclinamos ante la grandeza del Dios vivo y de su nombre. Jesucristo mismo, según el relato de san Lucas, oró de rodillas las últimas horas antes de su pasión en el huerto de los olivos (Le 22, 41). Esteban cayó de rodillas, cuando antes de su martirio vio el cielo abierto y a Cristo de pie (Hch 7, 60). Ante él, que está en pie, Esteban se arrodilla. Pedro rezó arrodillado, para suplicar a Dios la resurrección de Tabita (Hch 9, 40). Pablo, después de su gran discurso de despedida ante los presbíteros de Éfeso (antes de su partida hacia Jerusalén y caer en cautividad) rezó arrodillándose con ellos (Hch 20, 36). Del modo más intenso se expresa el himno cristológico de la carta a los Filipenses (Flp 2,6-1 l), que traslada a Jesucristo la promesa isaiana del homenaje que rinde toda la creación arrodillada ante el Dios de Israel: Jesús es aquél a «cuyo nombre doblan su rodilla los seres del cielo, de la tierra y del abismo» (Flp 2, 10). De este texto se desprende no sólo el hecho de que la primitiva iglesia se arrodillaba ante Jesucristo, sino también su razón: ella le rinde homenaje públicamente a él, al crucificado, como el Señor del mundo, en el que la promesa del dominio del mundo por el Dios de Israel se ha cumplido. Con ello da testimonio frente a los judíos de su fe en que la Ley y los Profetas hablan de Jesús cuando se refieren al «nombre» de Dios; y, frente a las pretensiones totalitarias de la política, mantiene sometido el culto al emperador al nuevo orden del universo establecido por Jesús, el cual pone sus límites al poder político. En resumen, ella expresa su sí a la divinidad de Jesús. Nos arrodillamos con Jesús; y con sus testigos –a partir de Esteban, Pedro y Pablo– nos arrodillamos ante Jesús; y esto es expresión de la fe en él que desde el principio fue inseparable de su consideración como testimonio visible en este mundo de su relación con Dios y con Cristo. Ese arrodillarse es la expresión corporal de nuestro sí a la presencia real de Jesucristo, que como Dios y hombre, en cuerpo y alma, con carne y sangre está presente entre nosotros.
La urbanidad en la piedad se refiere a los modos y costumbres en la piedad de los fieles; es decir, aquello que se refiere al trato a Dios y el modo de estar en la iglesia
Se da una gran paradoja: si por un lado, hay una distancia infinita entre Dios y el hombre; por el otro, el amor y la confianza que proceden del ser hijos de Dios. Estas dos realidades −respeto y amor− se manifiestan en los espacios, signos y gestos que se realizan en la iglesia y en la liturgia.
Hemos de estar atentos para que la confianza no degenere en falta de respeto. No es verdad que la espontaneidad sea de por sí buena. Depende de qué espontaneidad: se precisa conciliar respeto, confianza y naturalidad. El amor tiene una línea de mínima que es el respeto y la veneración. No puedo amar lo que no respeto.
Hay diversas expresiones de devoción según los ritos, tradiciones y culturas, y por eso hemos de cuidar una serie de detalles como:
• Vestirse dignamente y con cierta elegancia para visitar a Dios.
• Guardar silencio en el recinto sagrado para facilitar el recogimiento y ayudar a que los demás puedan hablar con Dios. El silencio es ya una forma de culto ante la Eucaristía.
• Guardar la hora de ayuno si se va a comulgar. La fila para comulgar no es una cola, es una procesión hacia Jesús. Vamos preparándonos a recibir al Señor. Evitamos llevar las manos en los bolsillos.
• El rito de la paz es un signo, por eso, se da la paz a los más cercanos.
• Seguir la celebración en las diversas posiciones: de pie, sentado y de rodillas.
• No comer, ni mascar chicle..., no hacer muecas ni bromas, o molestar a otros.
• Se saluda al Santísimo en el Sagrario con la genuflexión (la rodilla derecha toca el suelo, con el cuerpo erguido, mirando hacia el sagrario), se venera los altares con la inclinación de cabeza.
• Cuidar la forma de sentarse. Derechos, sin "acostarse" en los bancos.
La urbanidad de la piedad muestra nuestra fe, esperanza y amor. Es respeto y elegancia, aplicado a las cosas de Dios.
El Monte Carmelo y sus protagonistas: el profeta Elías y la Santísima Virgen
La Santísima Virgen y el profeta Elías son dos personas clave, los dos fundadores –si se puede decir así- de la Orden del Carmen, con indumentarias o vestimentas muy significativas, que las entregan a Eliseo y San Simón Stock:
a) El Profeta Elías: como los profetas, como san Juan Bautista, viste con piel de animal (2 Re 1,8): "La piel de los animales muertos recuerda que también el cuerpo de los hombres muere." (Edith Stein) y es, por tanto, una llamada a la conversión.
b) La Virgen María: nos ha entregado la vestimenta del "Escapulario". Signo de su maternal protección; y así, también signo de la salvación y de la nueva Vida en Cristo.
En ambos, en el profeta Elías como en la Santísima Virgen, en sus vestidos nos muestran la doble faceta de la vida cristiana: la dimensión sanante – en "la piel de animal" (la conversión, la transitoriedad de lo terrenal) y la dimensión elevante – en el "escapulario" (la Nueva Vida en Cristo).
La Virgen, Madre y Hermosura del Carmelo, nos reviste con el Santo Escapulario
En dos sentidos una madre confecciona la ropa de sus hijos: Si es verdad que se preocupa de coser un vestido para los hijos, de limpiarlos, prepararlos, arroparlos; no menos verdad es que ella es quien da vestidura carnal a los hijos.
En el caso de María Santísima, es más sublime, porque dota de carne humana al Hijo eterno del Padre; Dios le ha confiado la misión de dotar de vestido humano al Verbo.
ELLA NOS DA A CRISTO, FORMA A CRISTO: La maternidad de María implica no sólo formar a Cristo en sus entrañas purísimas, sino que también es Madre de Su Cuerpo Místico, de la Iglesia. Ella permitió, con su sí, la venida de Cristo, dándole carne humana, pero también permite que se forme en nosotros.
NOS ENTREGA EL ESCAPULARIO: No recuerda la vestimenta bautismal, que debe de ser custodiada y enriquecida por la confesión y la comunión.
En palabras de Juan Pablo II: "Dejarse "revestir de Cristo" por la mediación maternal de Santa María: quien se reviste del escapulario se introduce en la tierra del Carmelo, para "comer sus frutos y sus productos" (cf. Jr 2, 7), y experimenta la presencia dulce y materna de María en su compromiso diario de revestirse interiormente de Jesucristo y de manifestarlo vivo en sí para el bien de la Iglesia y de toda la humanidad (cf. Fórmula de la imposición del escapulario)"
Oración a la Santísima Trinidad compuesta por la Beata Carmelita Isabel de la Trinidad:
"¡Oh Dios mío, Trinidad a quien adoro! Ayúdame a olvidarme totalmente de mí, para instalarme en Ti, inmóvil y serena, como sí mi alma estuviera ya en la eternidad. Que nada pueda turbar mi paz, ni hacerme salir de Ti, mi Dios inmutable, sino que cada momento me sumerja más adentro en la profundidad de tu Misterio. Pacifica mi alma, haz en ella tu cielo, tu morada más querida y el lugar de tu descanso. Que nunca te deje solo allí, sino que esté por entero allí contigo, bien alerta en mi fe, en total adoración y completamente entregada a tu Acción creadora.
¡Oh mi Cristo amado, crucificado por amor! Quisiera ser una esposa para tu Corazón; quisiera cubrirte de gloria; quisiera amarte... hasta morir de amor. Pero conozco mi impotencia, y te pido que me «revistas de ti mismo», que identifiques mi alma con todos los sentimientos de tu alma, que me sumerjas en Ti, que me invadas, que ocupes Tú mi lugar, para que mi vida no sea más que una irradiación de tu Vida. Ven a mí como Adorador, como Reparador y como Salvador.
¡Oh Verbo eterno, Palabra de mi Dios! Quiero pasar mi vida escuchándote, quiero ser toda oídos a tu enseñanza para aprenderlo todo de Ti. Y luego, en medio de todas las noches, de todos los vacíos y de toda mi ineptitud, quiero vivir con los ojos clavados en Ti sin apartarme nunca de tu inmensa luz.
¡Oh mi Astro querido! Fascíname de tal manera, que ya nunca pueda salirme de tu radiación.
¡Oh Fuego devorador, Espíritu de Amor! «Ven a mí» para que se produzca en mi alma una especie de encarnación del Verbo: que yo sea para El una humanidad de recambio en la que El pueda renovar todo su misterio.
Y Tú, ¡oh Padre!, inclínate sobre esta pobre criaturita tuya, «cúbrela con tu sombra», y no veas en ella más que a tu «Hijo predilecto, en quien has puesto todas tus complacencias».
¡Oh mis Tres, mi Todo, mi eterna Bienaventuranza, Soledad infinita, Inmensidad donde me pierdo! Me entrego a Ti como víctima. Abísmate en mí para que yo me abisme en Ti, hasta que vaya a contemplar en tu luz el abismo de tus grandezas."
Finamente llegó el más hermoso de los días. ¡Qué inefables recuerdos han dejado en mi alma hasta los más pequeños detalles de esta jornada de cielo...! El gozoso despertar de la aurora, los besos respetuosos y tiernos de las profesoras y de las compañeras mayores... La gran sala repleta de copos de nieve, con los que nos iban vistiendo a las niñas una tras otra. Y sobre todo, la entrada en la capilla y el precioso canto matinal «¡Oh altar sagrado, que rodean los ángeles!»
Pero no quiero entrar en detalles. Hay cosas que si se exponen al aire pierden su perfume, y hay sentimientos del alma que no pueden traducirse al lenguaje de la tierra sin que pierdan su sentido íntimo y celestial. Son como aquella «piedra blanca que se dará al vencedor, en la que hay escrito un nombre nuevo que sólo conoce el que la recibe».
¡Qué dulce fue el primer beso de Jesús a mi alma...! Fue un beso de amor. Me sentía amada, y decía a mi vez: «Te amo y me entrego a ti para siempre».
No hubo preguntas, ni luchas, ni sacrificios. Desde hacía mucho tiempo, Jesús y la pobre Teresita se habían mirado y se habían comprendido... Aquel día no fue ya una mirada, sino una fusión. Ya no eran dos: Teresa había desaparecido como la gota de agua que se pierde en medio del océano. Sólo quedaba Jesús, él era el dueño, el rey. ¿No le había pedido Teresa que le quitara su libertad, pues su libertad le daba miedo? ¡Se sentía tan débil, tan frágil, que quería unirse para siempre a la Fuerza divina...!
Su alegría era demasiado grande y demasiado profunda para poder contenerla. Pronto la inundaron lágrimas deliciosas, con gran asombro de sus compañeras, que más tarde comentaban entre ellas: «-¿Por qué lloraba? ¿Habría algo que la atormentaba? -No, sería porque no tenía a su madre a su lado, o a su hermana la carmelita a la que tanto quiere». No comprendían que cuando toda la alegría del cielo baja a un corazón, este corazón desterrado no puede soportarlo sin deshacerse en lágrimas... No, el día de mi primera comunión, no me entristecía la ausencia de mamá: ¿no estaba el cielo dentro de mi alma, y no ocupaba en él un lugar mi mamá desde hacía mucho tiempo? Entonces, al recibir la visita de Jesús, recibía también la de mi madre querida, que me bendecía y se alegraba de mi felicidad...
Y no lloraba tampoco la ausencia de Paulina. Qué duda cabe que me habría encantado verla a mi lado, pero hacía mucho tiempo que había aceptado ese sacrificio. Aquel día, sólo la alegría llenaba mi corazón; y yo me unía a mi Paulina, que se estaba entregando de manera irrevocable a Quien tan amorosamente se entregaba a mí...
Por la tarde, fui yo la encargada de pronunciar el acto de consagración a la Santísima Virgen. Era justo que yo, que había sido privada tan joven de la madre de la tierra, hablase en nombre de mis compañeras a mi Madre del cielo. Puse toda mi alma al hablarle y al consagrarme a ella, como una niña que se arroja en los brazos de su Madre y le pide que vele por ella. Y creo que la Santísima Virgen debió de mirar a su florecita y sonreírle. ¿No la había curado ella con su sonrisa visible...? ¿No había ella depositado en el cáliz de su florecita a su Jesús, la Flor de los campos y el Lirio de los valles...?
Fue la Primera Comunión el 19 de abril de 1891 en la iglesia de San Miguel, lo que más influyó en ella. Desde aquel día "nada de rabietas" afirmaba su madre. Al salir de la iglesia, al término de la ceremonia, le dijo a su amiga y confidente María Luisa Hallo: "No tengo hambre, Jesús me ha alimentado..." (Ibd.). Podemos adivinar la intensidad de este primer encuentro con el Cuerpo de Cristo a través de una poesía que escribió 7 años más tarde en que dice "En el aniversario de aquel día, que Jesús fue morada el alma mía, y de Dios posesionó mi corazón. De modo que a partir de aquella hora, después de ese coloquio misterioso, de aquella conversación divina, silenciosa, solo aspiraba a darle yo, a devolverle algo de su gran Amor, al Amado Esposo de la Eucaristía, que moraba en mi débil corazón, llenándolo de todos sus tesoros" (P 47).
Presentamos algunos textos de Santa Teresa Benedicta de la Santa Cruz, conocida popularmente por Santa Edith Stein, sobre el sentido de la Cruz en la vida cristiana: "El peso de la Cruz, que Cristo ha cargado, es la corrupción de la naturaleza humana con todas sus consecuencias de pecado y sufrimiento, con las cuales es castigada la humanidad caída. Sustraer del mundo esa carga, ése es el sentido último de la via crucis... La totalidad de las culpas humanas, desde la primera caída hasta el día del juicio, tiene que ser borrada por una expiación equivalente. La via crucis es esta reparación. Las tres caídas de Cristo bajo el peso de la Cruz corresponden a la triple caída de la humanidad: el pecado original, el rechazo del Redentor por su pueblo elegido, la apostasía de aquellos que llevan el nombre de cristianos."
Explica cómo nos asociamos a Cristo en el cargar la Cruz: "El Salvador no está solo en el camino de la Cruz y no son sólo los enemigos los que le acosan, sino también hombres que le apoyan: como modelo de los seguidores de la cruz de todos los tiempos tenemos a la Madre de Dios; como tipo de aquellos que asumen el peso del sufrimiento impuesto y soportándolo reciben su bendición, tenemos a Simón de Cirene; como representantes de aquellos que aman y se sienten impulsados a servir al Señor está Verónica... es Cristo-Cabeza quien expía el pecado en estos miembros de su cuerpo místico que se ponen a disposición de su obra de redención en cuerpo y alma...
Los justos de la Antigua Alianza le acompañan en el camino entre la primera y la segunda caída. Los discípulos y discípulas que se reunieron en torno a él durante su vida terrena son los que le ayudan en el segundo tramos. Los amantes de la Cruz, que él suscitó y que nuevamente y siempre suscita en la historia cambiante de la Iglesia militante, son sus aliados en el último tramo. Para ello hemos sido llamados también nosotros"
Por último, distingue el sentido propio de la expiación cristiana, que no busca el dolor por el dolor, sino que es participación en el Misterio de Cristo, y señala la paradoja de ese gozar en medio del sufrimiento por amor a Cristo: "La expiación voluntaria es lo que nos une más profundamente y de un modo real y auténtico con el Señor... la expiación une más íntimamente con Cristo, al igual que una comunidad se siente más íntimamente unida cuando realizan juntos un trabajo, o al igual que los miembros de un cuerpo se unifican cada vez más en el juego orgánico de sus funciones...
Ayudar a Cristo a cargar con la Cruz proporciona una alegría fuerte y pura...
El sufrimiento humano recibe fuerza expiatoria sólo si está unido al sufrimiento de la cabeza divina. Sufrir y ser felices en el sufrimiento, estar en la tierra y, con todo, reinar con Cristo a la derecha del Padre; con los hijos de este mundo reír y llorar y con los coros de los ángeles cantar ininterrumpidamente alabanzas a Dios: ésta es la vida del cristiano hasta el día en que rompa el alba de la eternidad."
Con motivo de estos días de oración por la unidad de los cristianos, incluimos varias reflexiones de Chiara Lubich en torno a la unidad y el ecumenismo.
-"El tiempo presente le exige a cada uno de nosotros amor, unidad, comunión, solidaridad. Y llama también a las Iglesias a recomponer la unidad lacerada desde hace siglos... Es el primer paso, necesario, hacia la fraternidad universal con todos los hombres y las mujeres del mundo".
-24 de mayo de 1961 Chiara anotó en su diario: "La voluntad de Dios es el amor recíproco. Por lo tanto para suturar esta ruptura es necesario amarnos".
-"Habiendo puesto, en la base de nuestra vida, la mutua, radical y continua caridad, Jesús está así presente en medio nuestro para llevarnos a decir con san Pablo: '¿Quién nos separará del amor de Cristo?' (Rm 8, 35). 'Nadie podrá separarnos' porque es Cristo quien nos une".
-La espiritualidad de la unidad, vivida en lo cotidiano, hace por lo tanto caer los prejuicios de siglos, y suscita un "diálogo de la vida". Como ha dicho Chiara Lubich al Consejo Mundial de Iglesias: "por ello nosotros nos sentimos ya en familia; sentimos que componemos entre nosotros, de distintas Iglesias, un pueblo cristiano que involucra no sólo a laicos, sino también a sacerdotes, pastores, obispos, aun si todavía se ha de componer la plena y visible comunión entre nuestras Iglesias. No es un diálogo que se contrapone o se yuxtapone al de las llamadas cumbres o responsables de las Iglesias, sino un diálogo en el que los cristianos pueden participar. Es como levadura que reaviva entre todos el sentido que -siendo cristianos y bautizados, con la posibilidad de amarnos- todos podemos contribuir a la realización del Testamento de Jesús: «Que todos sean uno».
-Pero como sabemos, tender a la unidad no es fácil. Para realizar las palabras «Que todos sean uno» (cf. Juan17,21), Jesús en la cruz con su grito «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27,46) revela su amor ilimitado hacia todos, y nos indica el camino de la unidad para revivirlo, para imitarlo. Gracias a Jesús abandonado, reconocido y acogido en cada dolor y desunidad como nuestro único bien (Salmo16,2) la unidad no es más una utopía.
-A pesar de la falta de la comunión plena entre las Iglesias, advertí que entre estas personas -anglicanos, católicos, metodistas, bautistas, miembros de las Iglesias libres- lo que nos unía era más fuerte que las diferencias. Éramos un corazón solo y un alma sola por el Evangelio de la unidad que vivimos juntos, una porción de cristiandad viva. Conociéndonos y viviendo la misma espiritualidad, teniendo a Jesús y su luz entre nosotros, se valoraba al máximo el hecho de ser todos miembros del Cuerpo místico de Cristo por el común bautismo.
Con roda la Iglesia pedimos el don del Paráclito:
Ven, Espíritu Santo,
Llena los corazones de tus fieles
y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V/ .Envía, Señor, tu Espíritu.
R/. Y renovarás la faz de la tierra.
Oración:
Oh Dios, que habéis instruido los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo, concedednos según el mismo Espíritu conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos consuelos. Por Jesucristo nuestro Señor.
R/. Amén.
Coincidiendo con el primer domingo de mes, dedicado a Caritas presentamos algunas consideraciones del Papa en torno a los pobres.
En primer lugar, el Papa Francisco explica porque el concepto de "pobre" tiene un lugar privilegiado en la Iglesia: "El corazón de Dios tiene un sitio preferencial para los pobres, tanto que hasta Él mismo «se hizo pobre» (2 Co8,9). Todo el camino de nuestra redención está signado por los pobres." Es decir, la pobreza es un atributo de identificación con Cristo.
Toda la vida de Cristo está marcada por la pobreza, también la fiesta de hoy lo manifiesta: "fue presentado en el Templo junto con dos pichones, la ofrenda de quienes no podían permitirse pagar un cordero (cf. Lc 2,24; Lv 5,7)"
De ahí que "para la Iglesia la opción por los pobres es una categoría teológica antes que cultural, sociológica, política o filosófica. Dios les otorga «su primera misericordia»". La Iglesia antes que hablar de los pobres, está llamada a hablar con los pobres.
Prosigue explicando la dimensión espiritual de esta consideración, citando a su predecesor: "Esta opción —enseñaba Benedicto XVI— «está implícita en la fe cristológica en aquel Dios que se ha hecho pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza»"
El Papa sitúa a los pobres en el centro de la Nueva Evangelización: "Por eso quiero una Iglesia pobre para los pobres. Ellos tienen mucho que enseñarnos. Además de participar del sensus fidei, en sus propios dolores conocen al Cristo sufriente. Es necesario que todos nos dejemos evangelizar por ellos. La nueva evangelización es una invitación a reconocer la fuerza salvífica de sus vidas y a ponerlos en el centro del camino de la Iglesia."
El Papa tiene una mirada privilegiada, atenta y considerada con los pobres, puesto que mira al pobre «considerándolo como uno consigo»: "Esto implica valorar al pobre en su bondad propia, con su forma de ser, con su cultura, con su modo de vivir la fe. El verdadero amor siempre es contemplativo, nos permite servir al otro no por necesidad o por vanidad, sino porque él es bello, más allá de su apariencia". No se trata de mirar a los pobres desde arribar, sino de compartir con ellos nuestro caminar hacia Cristo.
Por esto mismo, no podemos cerrarles las puertas a la vida de fe, a la vida cristiana. Con palabras exigentes, el Papa exhorta: "quiero expresar con dolor que la peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria."
Por último, nos involucra a todos en el amor a los pobres: "Nadie debería decir que se mantiene lejos de los pobres porque sus opciones de vida implican prestar más atención a otros asuntos".
La peor discriminación que sufren los pobres es la falta de atención espiritual. La inmensa mayoría de los pobres tiene una especial apertura a la fe; necesitan a Dios y no podemos dejar de ofrecerles su amistad, su bendición, su Palabra, la celebración de los Sacramentos y la propuesta de un camino de crecimiento y de maduración en la fe. La opción preferencial por los pobres debe traducirse principalmente en una atención religiosa privilegiada y prioritaria.